Los gazpachos manchegos son la receta que mejor conjuga buena parte de los productos de nuestra tienda, un puchero donde tienen arte y parte las carnes más representativas de nuestro muestrario (perdiz, conejo, pollo…) y algunos artículos que vendemos desde siempre, como las tortas cenceñas, y que seguiremos ofreciendo como parte de una cultura gastronómica que no debe olvidarse.
Dirán que no es un plato para esta época, es posible, que las modas dietéticas imponen otras elaboraciones, quizás. Pero no hemos encontrado mejor ocasión para rendir pleitesía que tal día como hoy. Es de ley dignificar una receta que se enraíza en la tradición más popular, cuya rusticidad se genera porque la naturaleza está presente en cada uno de sus ingredientes, que huele y sabe a monte, y que de tener otra nacionalidad habría alcanzado marchamo de plato de culto y los grandes chefs habrían cantado loas y elaborado finísimas versiones. Pero en esto, como en otras cosas, los gazpachos manchegos tienen matices “quijotescos”.
Pero su grandeza, que ya está justificada por cada unos de sus componenetes, lo alcanza también por su presencia en la literatura. Elaboraciones de más reconocimiento no tienen, ni por asomo, tanta presencia en la pluma de autores afamados.
Los gazpachos manchegos, que según Azorín “son siempre plural” (mientras que el andaluz es “siempre singular”), conocidos también como galianos, son la estrella de la cocina pastoril española y son, por supuesto, la aportación manchega más emblemática a la historia de la cocina nacional.
Tienen tanto arraigo que ya aparecen mencionados en el Quijote, cuando Sancho, cansado de pasar hambre en la Ínsula, nos espeta: “más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente, que me mate de hambre”.
Son gazpachos montaraces, que guisan los pastores en el monte, aunque también son muy comunes en las jornadas de caza y en cualquier otra celebración en el campo. Siguiendo con Azorín (que dedicó múltiples páginas a esta delicia culinaria): «Hay que distinguir entre gazpachos montaraces y gazpachos caseros, entre gazpachos ricos y gazpachos pobres, más propiamente llamados gazpachos ‘viudos’. Los ‘ricos’ son con pollo, o perdices, o conejo de monte, o liebre; los ‘viudos’ son con collejas”.
Es un guiso excelente para cualquier pieza de caza menor como el conejo de monte, la liebre o la perdiz .Y otro gran escritor y gastrónomo por excelencia, Néstor Luján, nos describe este plato, de origen humilde, pero de gran enjundia: “los gazpachos manchegos constituyen el plato regional por excelencia. Se trata de una torta de pan sin fermentar que acompaña a la perdiz, conejo de monte o liebre. Se suele guisar con manteca de cerdo, a la sartén y sobre fuego de leña. Es un excelentísimo plato pastoril, poderoso y carnal, un plato sólido para estómagos ávidos y capaces”.
Un ingrediente imprescindible en estos gazpachos manchegos, como bien comenta Luján, es la torta de pan sin fermentar o pan ácimo, que en La Mancha llaman “torta cenceña”. Su historia se remonta a relatos bíblicos: la tradición judeocristiana cuenta que el pueblo de Moisés salió huyendo intempestivamente de Egipto, sin mucho tiempo para terminar de preparar el pan, por lo que durante su viaje hacia Israel el pan que se consumió era pan ácimo. De ahí que tanto judíos como cristianos lo utilicen en sus conmemoraciones. Cuenta, además, con multitud de variantes por todo el mundo (los chapati indios, las tortillas mexicanas, el pan de pita mediterráneo o el mochi japonés).
La rehabilitación de una receta con tanto peso específico es la puesta en valor de una parte fundamental de nuestra historia.
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